Mi jardín
"Entonces tengo ganas de recogerlas y fijarlas en el papel. Enmarcar esas palabras como mariposas alfileradas mataría quizás a su belleza fugitiva? Prefiero creer que las estoy dando una segunda vida, afuera de mi cabeza para que vuelan en la naturaleza."
Cerré la puerta de mi jardín. Dejé de extraer al interior para extender mi pasto y regar mis flores.
Cautivada por la efervescencia afuera, dejé la llave abajo de la puerta, mis herramientas en el suelo, la tierra grietada y las semillas desperdigadas. Vestí mi vestido más hermoso para ir a bailar en una fiesta de mil colores, mil olores, en donde cada esquina atraía mi oreja con miles de secretos claroscuros.
En ese torbellino, miles de flores
se empujaban, de todos los tamaños, todas las formas, algunas seguramente
primas de las de mi jardín, otras tan exóticas que cuestionaban la idea misma
que me hacía de una flor.
Cada una llamaba mi atención, se
pavoneaba ofreciendo su perfume. Mientras me inclinaba para oler, el momento
estaba elegido para preguntarme sobre sus amigas en mi jardín. Pero incomoda no
sabía que responder. Hacía mucho tiempo que no había pasado el portón de mi
jardín.
Entonces iba a libar en otra parte,
voletando antes que las demás murmuren esas mismas preguntas que me
estorbaban.
En mi impulso de curiosidad
fascinada, me había perdida en las calles de ese carnaval de mil flores. Había
olvidado donde quedaban las mias y agarrada en la embriaguez de los
descubrimientos había dejado el hilo de Ariana que garantía un retorno sano y
salvo.
Erré, incierta, durante largas horas
abajo de la luz de la luna que me escondía la de las estrellas. ¡Me dije que
filo! podía vivir sin mi jardín y seguir recorriendo los abismos intrigantes en
esa ciudad agitada.
Me había tirado en el mundo, pero no
me había atrevía a tirar mis flores, aunque eran ellas que me hacían volar,
cada vez más alto, cada vez más lejos. Eran los frutos de mi jardín que me
nutrían. Ahora agotada, mis ojos se apagaban, sin agarrar las luces de la selva
alrededor de mí.
Empecé a buscar en vano ese trozo de
tierra mío, mi cabeza desorientada agitándose frenéticamente en busca de algo
familiar.
En el reflejo de una vitrina, al
fin, mis ojos adivinan la sombra de un gran portón. Me volteo, emocionada
porque reconozco los contornos conocidos de lo que había olvidado. Atrás mío,
sin embargo, veo solamente la calle vibrando con los colores del amanecer. No
rastro del portón perteneciente al reflejo. Pero el reflejo perteneciente al
portón permanecía, al frente mio, muy cerca pero inaccesible.
A través de los barrotes reinaba el
desorden el más completo, una vegetación desgreñada en la cual la luz respiraba
con pena. No reconocía ese jardín que dejé. La obscuridad parecía amenazante.
Algunas flores estaban tendidas marchitadas en el suelo y los arbolillos de
antes habían extendidos sus brazos, a veces torcidos, para vestir el
cielo.
Mirando en la vitrina, ese portón
cerrado me aparece como una jaula sofocante. La cabeza de mis flores choca
contra los barrotes de fierro frío, tratando de empujarlos para respirar. Se
están pisoteando, gesticulando, deben gritar, pero sus voces están cortadas por
esa puerta cerrada.
Una valiente pequeña, el rojo en los
cachetes, sin aliento y enojada, logra salir su cara al aire. Su tallo se
retuerce, y sus pétalos se abren, aliviados, en el papel.
De repente, siento un cosquilleo en
mi pecho. Bajo mis ojos y entre mis senos, seis petalos rojos y delicados
saludan el mundo. Acerco mi mano para acariciarlos, y el portón está acá, abajo
de mis dedos.
Ahora sí, cuidaré a mi jardín.
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